En el barrio, las macetas son latas herrumbradas, vueltas a pintar y nuevamente herrumbradas. Malvones de pétalo rojo, blanco, rosa. La espina de cristo, los helechos y últimamente han aparecido varios ficus. Atrás han quedado las plantas de otros tiempos (o, mejor dicho, esa suerte de yuyales que los vecinos tan sólo por verlos atractivos, los consideraban dignos de maceteros) como la flor de sapo o la estrella federal falsa, tan comunes en las cunetas. Ni los sapos andaban ya por el barrio, mucho menos los bichitos de luz en el verano. Las chinchilas, los tan disputados huevitos de gallo, los enormes ligustrales, todo parece haber sido arrastrado por la pobreza.
Los pibes salen a hondear a veces pero hasta cuesta encontrar torcazas, aunque fieles a su indestructible arquitectura aún sobreviven las casitas de horneros.
Lili había decorado su casa como si fuera a cumplir años y debiera recibir a un enorme contingente de visitas. Su malvón de pétalo rojo estaba más espléndido que nunca y las espinas de cristo (que ella plantó a propósito en su macetero para que los pibes de la cuadra no se sentarán en su ventana a la hora de la siesta) cumplían su misión de alejamiento al pie de la letra. Los sábados no le tocaba el baldeo profundo a la casa, sin embargo Lili se había dedicado toda la mañana a ello, cuidando cada detalle: la creolina en el patio para espantar las pulgas de Jaime, la perfumina en todos los cuartos, todo espléndido.
Una mañana de locos. Igualmente la limpieza le servía para distraerse, sobre todo un sábado donde de fondo sonaba ese programa de radio en el que hablaran de cosas antiguas y la gente llama para compartir un nuevo recuerdo de viejos aparatos y usanzas como la Spika, las heladeras a barra de hielo y los bodegones. El locutor del programa, con esa voz tan honda y casi de otros tiempos, le ponía tanto énfasis a los recuerdos, tanta nostalgia que Lili a veces ni siquiera podía contener la emoción o el llanto. Es que ahí, tal vez, también estaban su infancia y su inocencia.
A las tres, llegarían la Beti, Clara y Alicia, una amiga de Clara que Lili no conocía. Beti prometió llevar la torta de mandarina que tan rica le salía y cuya receta había ido de mano en mano entre las mujeres del barrio sin que ninguna consiguiera el punto exacto del sabor y contextura. Esa cosa rara que tienen las recetas.
Lili estaba feliz, ni siquiera el programa de radio logró ganarle en nostalgia esa mañana. En realidad Lili era una mujer feliz, una de esas mujeres que convierten cada cosa en alegría o motivo de festejo. Tenía salud, ella y su familia, para qué más si con eso era suficiente. Cosas le faltaban, claro, como a todos en el barrio pero esas carencias eran convertidas en ejemplos de sencillez y honradez, y de ese modo quizás no le dolían tanto.
No dudó en ofrecer su casa para la reunión. Además sus hijos a esa hora iban a estar y no podía dejarlos solos. Son buenitos pero no hay que confiarse, decía. Clara, en cambio, era más independiente con respecto a su familia aunque sus hijos eran más grandes y no requerían demasiada atención.
A las tres en punto estaban todas tocando el timbre. La pava ya estaba calentándose, como no podría ser de otro modo. Alicia parecía amigable, jovial y ni bien se sentó entabló con Jaime una relación de amor digna de telenovela. Es un pesado, le advirtió Lili pero Alicia le respondió que no lo sacara, que los perros eran su debilidad; entonces Jaime que no tenía un pelo de tonto y que posiblemente ya había olido la torta de mandarina, no se despegó de ni por un segundo.
-¡Este perro! ¡Parece que presintiera! Cuando no están los chicos se vuelve loco, dijo Lili mientras largaba la ronda del mate. Beti agregó que ella con los perros no comulgaba, que siempre eran una carga y que en todo caso prefería los gatos porque por lo menos nunca más había tenido ratas desde que Pitufo llegó.
Alicia comenzó a contarles en detalle el motivo de la reunión. Algo ya les había adelantado Clara, un tanto confuso.
-Nunca escuché de los encuentros, dijo la Beti. Debe ser lindo Tucumán, no lo conozco.
-¡Mirá con tal de irme unos días a cualquier lado, lejos de mi marido!, sonrió Clara. ¡Qué se lave y se cocine solito, que ya es grande!
-Igual, qué voy a decir yo entre esas mujeres. No salgo, no trabajo, mis hijos ya son grandes y por suerte nunca me dieron demasiados problemas, para qué voy a ir. Además, la plata, agregó Clara.
Lili escuchaba atenta, concentrada en el mate. Los primeros comentarios de sus amigas la hicieron reír pero después, poco a poco, fue entrando en un silencio extraño en ella.
Alicia les decía que ellas también tenían cosas para decir y que justamente de eso debían hablar, de lo que les pasaba y no les pasaba.
-A mí me gustaría ir, compartir, qué se yo, siempre encerrada en mi casa. Ya soy un poco grande, es hora de que me dedique un poco a mis cosas, arriesgó la Beti.
-¡Querés tirar la chancleta vos!, le contestó Clara.
-Me hace falta, sí, continuó la Beti en son de broma. Miren, ustedes ya saben, para qué lo voy a repetir pero cuando me echaron del trabajo a mí me quitaron diez años de vida. El mundo se me cayó encima. Pasar de dos sueldos a uno solo y con lo que gana el Héctor, es terrible.
Alicia percibió la tristeza.
El encuentro es para hablar de estas cosas, de nuestras cosas. Es de las mujeres como nosotras, mujeres sencillas. Ahí nadie tiene que dar lecciones. Hay mujeres que quieren hablar de la droga, de la violencia, del abuso, de la cultura… Todas concentraron la mirada en Alicia, como si el tono de la charla hubiera virado hacia otro lado, más sentido.
Lili sólo acotaba cosas menores. Nada había dicho de ella y casi sin querer las miradas de las demás comenzaban a buscarla.
Clara se había ofrecido ya, primera en la lista, para hacer las empanadas que con otro grupo más grande de mujeres iban a vender para cubrir los gastos. Además, le salían riquísimas, tantos años en la comisión del club de fútbol la había transformado en una experta.
Hoy a la mañana, interrumpió Lili, escuchaba ese programa de radio donde hablan de las cosas del pasado y fíjense lo que son las cosas, mientras limpiaba, escuchaba. Me acordé de algo que lo tenía borrado, vieron esas cosas que a uno se le van de la cabeza, qué sé yo. En la primera fiesta que fui, ¿se acuerdan de esa que hicimos en la casa del Ruso, en la primaria?, yo, antes de ir, estuve muy triste.
Se acuerdan que el día anterior había llovido como nunca, un barrial terrible se había hecho. A mi vieja, el día anterior, se le había puesto que me tenía que lavar la única pollera que tenía, esa azul con botones verdes que ustedes siempre me cargaban.
-Sí, todas las chicas íbamos a ir en pollera y los varones, por primera vez, con pantalón largo. ¡La mía era un espanto!, agregó Clara.
-¡Y a mí que justo me gustaba el Rusito!, dijo Beti.
Esa noche anterior la pollera era pura agua, encima la tela parecía de bolsa arpillera de lo dura que era. Esa noche, lloré como una loca en la cama, les juro que rogaba que se secara. No iba a ir con pantalones. Al día siguiente el temporal siguió, una cortina de agua, a baldazos y mi vieja a cada rato iba con la plancha a vapor, le ponía un trapo encima y hacía lo que podía, la pobre. Me veía moquear a mí y se ponía peor. Sabía que era el primer baile. Mirá vos, de qué pavada me vengo a acordar ahora.
-No son pavadas, le dijo Alicia tomándola de la mano.
-Si habremos pasado miseria, en mi casa también, para qué les voy a contar, suspiró Clara.
-Éramos muy pobres en mi casa. Bueno, ustedes se acuerdan que vivíamos en la casilla del ferrocarril nosotros, continuó Alicia. La de sacrificios que hacían mis viejos. Mirá yo de las cosas que me vengo a acordar, ese programa de la radio me puso así. ¿Y cuántos días dura el encuentro?
Alejandra, de Rosario
(Cuento perteneciente al Boletín Nº1, setiembre 2009)